Joel Robinson |
Es bien sabido que la relación apasionada del lector con determinados libros, esos que dejan huella especial en él y remueven su pensamiento y su fantasía disparándolos hacia derroteros inesperados, está condicionada por las circunstancias personales que rodean al encuentro. De hecho, conocemos a muchos lectores que, antes de recomendar un libro que les ha impresionado, nos cuentan con deleite la historia de cómo se toparon con él, historia ya ligada de forma inseparable a los comentarios provocados por su lectura. Generalmente, como ocurre en la recapitulación de una aventura amorosa, lo que ponen de relieve estos narradores es el acontecimiento como estímulo. Notan que les ha pasado algo diferente, que han descubierto la voz de un amigo nuevo y al mismo tiempo de toda la vida. Pero, más que nada, que les ha llovido de no se sabe dónde para sacudir la apatía y quebrar la soledad de unas horas desaprovechadas, átonas, sin horizonte. El deslumbramiento del lector ante ese texto que cae en sus manos milagrosa y casualmente, en el momento más oportuno para recibirlo, proviene de eso: de que le ha hecho sentirse destinatario y cómplice de un mensaje que se diría dedicado en exclusiva a él, que se adapta como un guante a su piel de ese día.
Carmen Martín
Gaite: Desde la ventana (Espasa Calpe).
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